BLADE RUNNER 2049

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Por: Sergio Bustamante.

 

Más allá de lucha de egos, diferencias creativas y negociaciones de presupuesto, el development hell (o lo que es lo mismo una preproducción perpetua sin que llegue la luz verde para su realización) al que se enfrentó la secuela de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) está justificado en una cosa: la imposibilidad de continuar una obra mayor cuya influencia se extiende a nuestros días y los que le siguen.

Es decir, Blade Runner no necesariamente requería ser actualizada, y si es una referencia cinematográfica, cultural, social, et al, se debe a las cuestiones que planteaba y la original forma noir-retro-futurista en que lo hacía. Vale entonces preguntarse por qué hacer una segunda parte cuando la primera cinta es debate de condición presente. Vaya, de condición humana y por tanto atemporal.

Negocio, puede ser la primera y obvia respuesta. La persistencia de Scott, sería la segunda; y la necesidad de extender ese debate hacia nuevas reflexiones, es una tercera y válida respuesta. Y por ello es quizás la muy afortunada selección de Denis Villeneuve como director sustituyendo a Ridley Scott, quien aquí se queda en el aspecto producción.

Y es que Villeneuve ha caracterizado su corta pero sólida filmografía por un sentido fuertemente autoral. De su obscura aproximación a José Saramago (Enemy, 2013) pasando por el complejo mundo del narcotráfico (Sicario, 2015), a su resonante aportación al sci-fi (Arrival, 2016), sólo por mencionar algunas, el cineasta Quebecois ha arrebatado argumentos a sus guionistas para trasladarlos a una narrativa visual que perdura como experiencia. El caso de 2049 es igual y especialmente complejo.

Y es que el guión de Michael Green y Hampton Fancher (guionista también en 1982) contradictoriamente bien hace en redundar un poco sobre aquel casi teorema de la primera Blade Runner que a su vez se inspiraba en la visión futurista del inigualable Philip K. Dick: ¿la inteligencia artificial tiene alma? ¿Son acaso los robots tan humanos como los mismos humanos?

La vía obvia para continuar aquella línea (y que de hecho fue un plot que existió) hubiera sido mostrarnos el presente del blade runner original, Deckard (Harrison Ford) al lado de la replicante Rachel (Sean Young) en una aventura respecto a todas las preguntas que dejaba abiertas la cinta de Scott. Sin embargo, 2049 tiene ahora como protagonista a K (Ryan Gosling) un nuevo y revolucionado (y fríamente robotizado) Blade Runner cuya labor igualmente es retirar (cazar) los remanentes de los replicantes Nexus 6 y 8 de la cinta original cuya insubordinación, sólo se nos cuenta, dio pie a nuevos y obedientes replicantes que sirven sin cuestionar ni mal funciones a un mundo mejorado. En ese rutina no tardará K en encontrar un misterio que de cualquier nos llevará de regreso a Deckard aunque con motivos diferentes.

En la era del consumo visual expedito, desechable y desmedido, Villeneuve parte de esta premisa para, desde el primer segundo, construir una cinta acorde a esos parámetros pero totalmente viva y llena de sustancia. La crepuscular fotografía de Roger Deakins es capaz de captar la atención del espectador más adormilado y el director se apoya en ello para entramar una aletargada y cautivadora narración que eventualmente encuentra su propia identidad. Y es que ojo: si visualmente la cinta es sorprendente, la historia exige otra parte de nuestra atención para complementar la experiencia. Una que pertenece, claro está, a las salas de cine. Es decir, Villeneuve nuevamente hace suyo el guión y lo lleva a los terrenos que ya con Arrival había explorado muy bien y ahora continúa haciendo con una mitología que no es la suya pero que logra describir y diseminar a través de su autoría.

Complicado es ahondar en la trama sin echar a perder los interesantes giros que propone, pero sí es posible hablar sobre porqué este 2049 es tan trascendente para nuestro tiempo.

A diferencia del personaje de Deckard, K se sabe replicante y con eso nos hemos de quedar durante una investigación que confrontará todo lo que este robot creía saber y que nos confrontará también a nosotros como audiencia. Si en la primera parte atestiguábamos todo (y tomábamos postura) desde la perspectiva humana con un policía, valga la redundancia, contradictorio y humano; ahora lo haremos desde la óptica del replicante (y dejando aquí de lado todas las teorías respecto a la naturaleza de Deckard) que igualmente presenta las mismas características sumado a que debe retirar a los de su especie con una obediencia conflictiva. Ese es el gran pretexto para que el director ahonde en otro tipo de introspección y proponga un futuro que no es tan acorde a lo que vaticinaba el de Scott en 1982. Y he ahí la trampa y acierto que conecta: el destino (¿inevitable?) que dibuja y describe Villeneuve es desértico y triste, pero también aparentemente seguro como nuestro presente. Es ante todo falso e incierto. Y ese sentimiento se convierte en la herramienta que mueve buena parte de la trama.

Se nos dice que los replicantes de ínfulas anarquistas se dizque extinguieron. Hubo hambruna que fue superada y las colonias viven en una aparente paz. Pero tenemos un villano (Wallace interpretado por Jared Leto), su asistente (Luv interpretada por Sylvia Hoeks robando cada escena donde aparece) y un replicante que buscan un mismo objetivo porque transformaría todo lo que este mundo da por sentado. ¿otro milagro? ¿Es pues K el nuevo Roy Batty?

Prácticamente sí y esta es la otra gran seducción de la cinta aparte de su composición audiovisual. Si en el pasado (o más bien en el tiempo que vimos la cinta de Scott) nos habíamos quedado con el deseo de ver más a ese replicante de Rutger Hauer, de comprender qué quería en realidad y de saber cuáles eran esos “milagros” que decía haber presenciado, 2049 específica su propio zeitgeist como el músculo de la investigación y la historia misma. Y lo hace, repito, con una personalidad que quita el aliento cortesía de Deakins y hasta un poco de Hans Zimmer, quien hace un gran trabajo pero en definitiva pudo haber sido más memorable de haberse quedado el score de Jóhann Jóhannsson.

El resultado es de cualquier forma una propuesta de detalles poderosos y que profundiza en la reflexión respecto a los mismos temas. Cuestiones por las que el cineasta apuesta ya no en un tono tan neo-noir como el de Scott, sino uno más onírico. Villeneuve no pretende superar algo que sabe no puede ser superado. Sin embargo, sí evoca todo ese antecedente con una fuerza casi gloriosa. Homenajea y explora sin miramientos comerciales aún sabiendo que sería riesgo en taquilla (que finalmente sí terminó pesándole como a la primera cinta y puede que igualmente con los años se le dé su lugar); y extiende y enriquece el mito hacia su muy propio, bellísimo y abierto remate. Ojala pasen décadas y décadas antes de que alguien se atreva nuevamente a continuar esto.

 

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