LA TEORÍA DEL CONFLICTO

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lobosINDICE

Datos de Publicación

 

  1. 1.      ANTECEDENTES.
  2. 2.      LA TEORIA DEL CONFLICTO.
  3. 3.      SOCIO-PSICOLOGICAS.
  4. 4.      SOCIOLOGICAS
  5. 5.      MODELOS DE GESTIÓN
  6. 6.      ASPECTO HISTÓRICO.
  7. 7.      SEMANTICISTA.
    1. 8.       CONCLUSIÓN.
    2. 9.     CONCLUSIONES.

 

 

 

10. BIBLIOGRAFÍA


 

2. LA TEORÍA DEL CONFLICTO

 

Realizado por: Lic. Samuel Montoya Alvarez

Publicado en:

Fecha de publicación:

 

Elementos que integran la publicación

RESUMEN: La orientación del tipo de conflicto relacional, que ha de ser solucionado a través de un proceso mediatorio, en el que confluyan la voluntad, el diálogo y el perdón, como prerrogativa para el logro de la paz social.

 

ABSTRACT: The orientation of the type of relationship conflict, which must be solved through a mediatorial process, which will come together, dialogue and forgiveness, as a prerogative for the achievement of social peace.

 

PALABRAS CLAVE: Teoría del Conflicto en México, su Mediación y Solución

 

1. ANTECEDENTES

 

La palabra conflicto “proviene del término latino conflictus, el cual, es un compuesto del verbo fligere, flictum, de donde derivan afligere, aflictum e infligere, inflictum, afligir, infligir. Significa chocar” (Márquez, 2004: 30).

 

El conflicto, tradicionalmente se conceptualiza desde dos perspectivas: una macro y otra micro-sociológica que permiten situarlo a partir de las diferentes corrientes teóricas que lo estudian, contemplando para ello a los actores, al nivel, e incluso a la manera en que es abordado.

 

A pesar de esa postura, el enfoque binario macro-micro, ha sido trascendido para tener como propósito el fortalecimiento de la unidad y totalidad, dejando de considerar que lo individual supone la oposición a lo colectivo y viceversa, pues la reproducción de esa forma de pensar, resulta adversa para la comprensión y la explicación de fenómenos sociales complejos (García, 2006:20).

 

En este ensayo se pretende desdibujar esa dicotomía, aunque, paradójicamente, también se busca dar un sesgo a la comprensión del conflicto en su dimensión micro. Ello tiene una justificación que atiende esencialmente a la orientación del tipo de conflicto relacional, que ha de ser trascendido por un proceso mediatorio, en el que confluyan la voluntad, el diálogo y el perdón, como prerrogativa para el logro de la paz social.

 

Maturana (1997), se pregunta si existe en realidad una contradicción esencial entre lo social y lo individual, pues sugiere que el ser humano individual es social, y el ser humano social es individual, y esto lo hace a través de una argumentación biológica. Expone que toda nuestra realidad humana es social, y somos individuos, personas, sólo en cuanto somos seres sociales en el lenguaje.

 

De momento, interesa más el conflicto interpersonal; sin embargo, cabe recordar que el conflicto tiene distintos grados y niveles que dependen de los actores, de la gravedad, e incluso, de la posibilidad real de gestionar o resolver la controversia.

 

El conflicto, es un proceso interactivo que se da en un contexto determinado; es una construcción social, una creación humana, diferenciada de la violencia (puede haber conflicto sin violencia, aunque no violencia sin conflicto); puede ser positivo o negativo según como se aborde y termine, con posibilidades de ser conducido, transformado y superado (puede convertirse en paz si existe voluntad, diálogo y perdón) por las mismas partes, con o sin ayuda de terceros (mediadores o conciliadores); afecta a las actitudes y comportamientos de las partes, en el cual, como resultado se dan disputas; suele ser producto de un antagonismo o una incompatibilidad (inicial pero superable; es decir, transformable) entre dos o más partes; es el resultado complejo de valoraciones, pulsiones instintivas, afectos, creencias y expresa una insatisfacción o desacuerdo sobre cosas diversas (Fisas, 1998:30).

 

La perspectiva macrosociológica que estudia al conflicto, lo comprende  como un proceso social, acompañado de otros procesos como: el cambio, la tensión, la estructuración, la dinámica, entre otros.

 

El matiz macro, dimensiona al conflicto en su totalidad política con las teorías de la estabilidad y el conservadurismo, comprendidas como la corriente del estructural-funcionalismo, versus las teorías de la dinámica social, como el marxismo o la teoría crítica, cuya invocación ideológica es entender al conflicto social como un sinónimo de desorden o caos dentro de la sociedad, lo que la hace merecedora  de ser transformada, cambiada o evitada en la experiencia social. (García, 2006:20)

 

La postura estructural-funcionalista, enunciada por  Durkheim y Merton como sus principales autores, dan una propuesta para el estudio del conflicto social en tanto elemento discordante digno de ser intervenido para su ulterior extinción, que se relaciona con el principio de la organización social, desde la cual, la primera manifestación del conflicto es la anomia, el delito o la desviación. Su ideal es, la construcción de un sistema social libre de conflictos y perturbaciones. Para ellos, el conflicto deviene en funcional según la posibilidad de actualización del sistema social y en disfuncional, al originar desintegraciones en dicho sistema. El estructural-funcionalismo es actualizado por Coser, señala García (2006), quien ve en los conflictos de diferente índole o matiz, oportunidades para el aprendizaje social, es decir, la posibilidad desde los conflictos de que los sistemas sociales consigan su sostenibilidad.

 

Pudiera ser Coser quien inspire la visión positiva del conflicto, pues da la pauta para señalar que es una oportunidad de evolución para la sociedad, un espacio para aprender significativamente del conflicto y construir, a partir de ese conocimiento, oportunidades de crecimiento, desarrollo y paz (Coser, 1961).

 

Por su parte, la corriente marxista apunta que el conflicto radica en el desigual acceso al poder y la distribución de los medios de producción, se comprende pues, como una lucha de clases. Sin embargo, el conflicto queda reducido sólo a una de sus múltiples manifestaciones, lo que ocasiona en el discurso y en el quehacer de los marxistas —según sus críticos— efectos “perversos”, como catalogar de diversionismo a otras formas de lucha y conflicto social, como son los nuevos movimientos sociales (ambientalista, feminista, alternativo urbano, pacifista, entre otros).

 

Dahrendorf, galardonado con el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, quien es uno de los fundadores de la Teoría del Conflicto Social, explica el cambio alejándose tanto del marxismo como del funcionalismo y considera al conflicto, no como algo anormal y transitorio, sino como permanente e incluso necesario (2008).

 

Señala también, que la dinámica social implica más bien la existencia de antagonismos; es decir, él ve el origen estructural del conflicto en las relaciones de dominio que se establecen entre ciertas unidades de organización social o grupos de diferente posición en cuanto a la distribución de la autoridad. Para él, la teoría del orden social permite entender el cambio y el conflicto, no ya como desviación de un sistema normal y equilibrado, sino como características normales y universales de toda sociedad (Heller, 2008).

 

Lo que ahora corresponde resolver, es cómo el conflicto deja de ser un asunto propio de las grandes dinámicas sociales y pasa a ser un aspecto o dimensión de la vida cotidiana de cualquier sujeto[1], es decir, cómo se pueden aterrizar en la microsociología.

 

La microsociología ve al conflicto como una dimensión de la cotidianidad, elemento constitutivo de los mundos de vida; posturas como: el interaccionismo simbólico, la sociología de la vida cotidiana, la fenomenología, la etnometodología, la intersubjetividad, la resignificación, la rutina, y la dramaturgia, han brindado  aportes teórico-metodológicos para la comprensión del conflicto desde esta perspectiva (García, 2006).

 

En el estudio del ser humano como ser social, el interaccionismo simbólico propone la consideración de éste como ser psicosocial, al concretarse en el sujeto la relación dialógica existente entre individuo y sociedad. Este tipo de conflicto, sólo puede ser enfrentado desde los mundos de vida y espacios vitales de cada sujeto. El interaccionismo simbólico propone la categoría del self (sí mismo) en la cual coexisten de manera dialéctica el “mi” y el “yo”. El conflicto se presenta, desde esta lógica, como la aparición de posibles rupturas comunicativas que conllevan resquebrajamientos del tejido social.

 

La sociología de la vida cotidiana “se erige como herramienta e instrumento heurístico que opera como punta de lanza en la revelación de los trasfondos y significaciones de las acciones sociales” (Velarde, 2008).

 

La intersubjetividad es proclive a buscar la alteridad en un alter ego (otro yo, otro mismo, una segunda personalidad o persona) semejante en todo y para todo al ipse (o retórica infundada) que querrían refutar; es decir, a la pretendida oposición al paradigma individualista, pero que en cambio, reproducen duplicando, pues “infla” al individuo en una especie de figura anormal hipertrófica, convirtiéndolo en la “unidad de unidades”. Lo que se observa entonces, es la falta de comprensión de que la comunidad es una “propiedad” de los sujetos que une, es una especie de calificativo en el sentido de pertenencia al mismo conjunto. Entonces, se concibe a la comunidad como una cualidad que se agrega a su naturaleza de sujetos, haciéndolos también, sujetos de comunidad (Esposito, 2003).

La realidad social de los sujetos en interacción, así como las rupturas comunicativas que fundamentan esa interacción, son pensadas y analizadas desde la perspectiva de la seguridad existencial, que nos ofrece una ética de la personalidad y una pluralidad de valores, y que no solamente es aceptada por nosotros, sino incluso fomentada por nosotros mismos para enriquecer nuestras vidas individuales desde el ideal de una personalidad armoniosa, en el que logremos incluir un carácter bello y sublime, e integremos la felicidad y el amor como elementos fundamentales de la ética de nuestra personalidad, para convertirlas en una humanitaria vida, digna de ser recorrida, precisamente porque lo ajeno, el Otro, tiene una relevancia trascendental en nuestro destino y en nuestra libertad para elegirnos como buenas personas, porque al ser ésta una elección universal, es también una forma de cambiar el Mundo (Muñoz, 2008).

Por ello, Maturana apunta que, en la medida en que es la conducta individual de sus miembros lo que define un sistema social como una sociedad particular, las características de una sociedad sólo pueden cambiar si cambia la conducta de sus miembros. Él también defiende la necesidad del amor a través de la pegajosidad biológica, lo que significa que sin el placer de la compañía; sin amor, no hay socialización humana, y toda sociedad, en la medida que pierde el amor, se desintegra. El amor, asegura, en cualquiera de sus formas, involucrar las fuentes mismas de la socialización humana y por lo tanto, al fundamento de lo humano a través del lenguaje. Lo significativo de la reflexión en el lenguaje, es que nos lleva a contemplar nuestro mundo y el mundo del otro (Maturana, 1997).

 

La idea de cambiar al mundo no es una utopía, es una forma de pensar con herramientas mentales pacíficas, creativas y propositivas, en que la existencia del conflicto es una oportunidad de aprendizaje significativo (Díaz, 2003).

 

El aprendizaje se obtendrá sólo si se conocen los orígenes o raíces de un conflicto, pues son multifactoriales. Se ha insistido en dar un sesgo hacia la microsociología por las razones que dan origen a un conflicto o a una disputa interpersonal. Así, los orígenes frecuentes en la intersubjetividad son:

 

a) La subjetividad de la percepción, teniendo en cuenta que las personas captan de manera diferente un mismo objetivo; b) Las fallas de la comunicación, dado que las ambigüedades semánticas tergiversan los mensajes; c) La desproporción entre las necesidades y los satisfactores, porque la indebida distribución de recursos naturales y económicos generan rencor entre los integrantes de una sociedad (violencia estructural); d) La información incompleta, cuando quienes opinan frente a un tema sólo conocen una parte de los hechos; e) La interdependencia, teniendo en cuenta que la sobreprotección y la dependencia son fuente de dificultades; f) Las presiones que causan frustración, ya que ésta se presenta cuando los compromisos adquiridos no permiten dar cumplimiento a todo, generando un malestar que puede desencadenar un conflicto; y g) Las diferencias de carácter, porque las diferentes formas de ser, pensar y actuar conllevan a desacuerdos h) Las estructuras mentales, los estilos de pensamiento y los estereotipos (Fuquen, 2008: 268)

 

Todos estos señalamientos, llevan a confirmar que el aspecto semántico, la construcción de la realidad de cada individuo, su carácter, sus necesidades,  condiciones y fundamentalmente sus emociones,  son únicas e irrepetibles.

 

Pero ¿qué ocurre? — Se pregunta Maturana (1997: 19) —  “pues el hecho es que sabemos que cuando negamos nuestras emociones, generamos un sufrimiento en nosotros o los demás que ninguna razón puede disolver. Ya lo decía Blaise “el corazón tiene razones que la razón ignora”.

 

Con este enfoque, el conflicto es un choque que conlleva a una confrontación o problema, lo cual implica una lucha, pelea o combate derivado de una incompatibilidad entre conductas, percepciones, objetivos y/o afectos entre individuos.

 

En este sentido, “la concepción tradicional del conflicto es sinónimo de desgracia, de mala suerte; se considera como algo aberrante o patológico, como disfunción, como violencia en general, como una situación anímica desafortunada para las personas que se ven implicadas en él” (Fuguen, 2008: 266).

 

No cabe duda pues, que el conflicto es inherente a la interacción humana, existe en personas de todos los lugares, se presenta en todos los entornos individuales o grupales, por eso no se puede negar que el conflicto existe en donde conviven dos o más personas.

 

Aceptando indefectiblemente lo anterior, los actores del conflicto definen sus acciones como mutuamente incompatibles, pero de cualquier diferencia o incompatibilidad social puede o no existir una expresión agresiva.  Ciertamente, no todo conflicto conduce a conductas agresivas; sin embargo, el medio ambiente juega un papel muy importante en el desarrollo de esas conductas.

 

Una cultura social agresiva se nutre y reproduce a través de conductas individuales agresivas, a las cuales justifica en un círculo vicioso difícil de romper, debido a que estas conductas se establecen rápidamente como formas de respuesta, por ello son parte de una cultura, es decir, el conflicto se desarrolla en un círculo perverso en que la respuesta de uno se percibe como ataque intencional del otro y genera a su vez el ataque-respuesta agresiva-defensa-contraataque; interminable y transmisible. (Márquez, 2004: 31)

 

Sin embargo, se dice que el enfoque moderno revoluciona los planteamientos tradicionales y distingue diversos tipos de conflictos desde el prisma del rendimiento. Es decir, “se reconoce la presencia de consecuencias funcionales derivadas de la existencia de ciertos conflictos” (Sánchez, 2005:18).

 

Este argumento moderno, señala que el conflicto es parte inherente de la existencia misma, además está siempre presente en nuestras vidas, es tan importante que debe ser gestionado y resuelto en los mejores términos, pues el conflicto es la situación central entre la paz y la guerra, y está en los actores definirse por una u otra alternativa, ya sea a través de la voluntad, del perdón, del diálogo y del consenso, o a través de la violencia.

 

Al optar por el diálogo y el consenso se opta por el amor, pues bien señala Maturana: “El que el amor sea la emoción que funda en el origen de lo humano el goce de conversar que nos caracteriza, hace que tanto nuestro bienestar como nuestro sufrimiento, dependan de nuestro conversar” (Maturana, 1997: 29).

 

Al ser el conflicto o la contradicción propios del ser humano, el individuo está inmerso en un mundo de competencias, en el que sólo sobrevivirá aquél que logre prevalecer en su propio espacio. Ello le lleva a crear conflictos de diversas naturalezas para sobrevivir. El hombre que no vive el conflicto, no crece ni tiene oportunidad de aprender. Del conflicto se aprende a pensar, se aprende a hacer, se aprende a vivir juntos y se aprende a ser. El conflicto, entonces, tiene una naturaleza intrínseca del hombre, le es propio, le es incluso natural y necesario.

 

La confrontación de intereses en un mundo altamente competitivo, transforma el entorno de cada individuo en una constante fuente de agresión. Nuestra cultura no contempla la vida como un fenómeno armónico, sino como un perpetuo conflicto ineludible, pero a la vez necesario y favorable al optar por el perdón; siendo así, se opta por el amor pues asegura Jankelevitch que “entre lo absoluto de la ley del amor y lo absoluto de la mala libertad existe un desgarro que no se puede reparar por completo. No hemos buscado reconciliar la irracionalidad del mal con la omnipotencia del amor. El perdón es fuerte como el mal, pero el mal es fuerte como el perdón” (Lefranc, 2004: 26).

 

La «ética hiperbólica», impone tres condiciones necesarias a una definición del perdón: a) se trata de  «un acontecimiento con fecha fija que pasa en tal o cual instante del devenir histórico» «de una cosa que pasa; de un acto consumado en un momento dado»; b) el perdón sólo puede intervenir en el marco «de una relación personal con alguien», «una relación entre dos hombres, entre el que perdona y el perdonado»; c) el tercer criterio conjuga varios componentes: «carácter total, extrajurídico» e  «irracional» y gratuidad del don (Mauss, 1923: 155), «al margen de toda legalidad, un don gracioso del ofendido al ofensor».

 

Para perdonar, hay que recordar, asegura Jankélévitch “mientras que el olvido es paso del tiempo, usura de la memoria, el perdón es perentorio, acontecimiento; es hacer, actuar y no reaccionar. El perdón no se debe a ninguna conciencia colectiva. Nace sólo en el marco de una relación interpersonal” (Lefranc, 2004: 28).

 

En otro sentido, y con la intención de dar continuidad a la comprensión del fenómeno conflictual desde distintas perspectivas, se recurre a la taxonomía atribuible a Jessie Bernard y Jaime Lopera. (Bernard, 1958) (Lopera, 2006)

 

1.- Socio-psicológicas (Teoría de la Tensión) (Cambio)

2.- Sociológica (Violencia estructural)

3.- Modelos de gestión (Teoría de Gastos)

4.- Aspecto histórico

5.- Semanticista (Inexistencia de valores incompatibles)

 

3.- Socio-psicológicas.

(Teoría de la tensión/cambio). En esta conceptualización se estudian las tensiones internas del individuo. Se dice que, los resentimientos y las frustraciones de cualquier origen se van acumulando hasta que hacen explosión en alguna forma de agresión abierta como pleitos o luchas, utilizando estos mecanismos para dar salida a la tensión. Según esta teoría, la violencia o la agresión interpersonal, es considerada como un método para reducir las tensiones internas.

 

Lopera, le agrega una calidad específica a esta conceptualización, explicando que se debe incluir el concepto cambio. Es muy notorio que los individuos aspiren a rechazar o a vivir la menor cantidad posible de cambios, ya que la estabilidad es la condición de la paz espiritual para casi todas las personas. Como el cambio demanda riesgos y crea tensión, toda búsqueda de seguridad está orientada a evitar, o si esto no es posible, a resolver los conflictos sin emplear demasiada energía en ellos: es más barata —dice— la estabilidad que el cambio.

 

Así, esta teoría tiene que ver con la llamada orientación psicológica; es decir, aquella que dice que todos los conflictos se sitúan a nivel de las motivaciones y de las reacciones individuales.

 

4.- Sociológica.

(Violencia Estructural). La segunda orientación para explicar el conflicto es la llamada orientación sociológica, que atribuye su existencia al hecho de que las estructuras sociales y culturales, en un medio dado, contribuyen a que de alguna manera se produzcan las desavenencias que afectan a las personas y a los sistemas. La ambigüedad de roles o papeles cobra aquí una importancia decisiva.

 

Precisamente, la pertenencia a una estructura social determinada, produce un sesgo en la intencionalidad de la persona, pues, se acopla el objetivo general, con el valor de lealtad, como fuente principal de resguardo interior; esta situación, es utilizada por medio de la manipulación colectiva.

 

5.- Modelos de gestión

(Teoría de Gastos). Un tercer punto de vista, consiste en pensar en el conflicto como un fenómeno derivado de las fuerzas económicas y las clases dominantes. En un mundo cada vez más globalizado, estas explicaciones parecen cobrar cada vez más fuerza, en la medida en que se presentan indicadores críticos de hambre, pobreza, enfermedad, mortalidad e injusticia social, atribuibles a estas fuerzas del mercado, contra las cuales se rebelan muchas sociedades.

 

En la teoría de los gastos, se señala que, el conflicto surge cuando existen objetivos, fines o valores mutuamente incompatibles o exclusivos entre los seres humanos. Ambos grupos de valores pueden ser deseables, pero no pueden perseguirse simultáneamente, sino que tiene que elegirse uno a expensas del otro. Este sacrificio de un valor en beneficio de otro es semejante a lo que los economistas llaman los gastos de oportunidad.

 

Incluyendo una verdadera depredación, donde el más grande se come, literalmente, al más pequeño, apelando a los rasgos instintivos del hombre para su sobrevivencia.

 

6.- Aspecto histórico.

La cuarta fuente de análisis es de carácter histórico, y surge de las descripciones comparativas en torno a aquellos episodios que han generado conflictos en la vida de la humanidad. De allí emergen diferentes hipótesis que ayudan a facilitar las explicaciones sobre las causas (y soluciones) de los conflictos interraciales, regionales, limítrofes, religiosos y por supuesto de aquellos conflictos políticos que suelen arrojar como resultado los grandes estallidos sociales.

 

Ahora bien, los conflictos  son procesos interacciónales, que poseen una historia y que tienen un desarrollo, frecuentemente implican la presencia de intercambios antagónicos que invaden diversas dimensiones de la vida de las personas.

 

7.- Semanticista

(Inexistencia de valores incompatibles). La última conceptualización denominada semanticista, señala que el conflicto en el sentido de valores mutuamente incompatibles, no existe.

 

Bajo este principio, el conflicto es el resultado de un mal entendimiento verbal o conceptual. La implicación es, que si se pudiera liberar de los malos entendimientos, si se pudiera comunicar adecuadamente, el conflicto desaparecería, o por lo menos, disminuiría notablemente. La ruptura de las comunicaciones, conduce al mal entendimiento.

 

Una postura más, es la que estudia la manifestación de la conducta y  los afectos  como elementos básicos del conflicto. De ahí  sus dimensiones y la importancia de asimilarlo desde un punto de vista humano.

 

El conflicto, visto como algo humanamente negativo:

 

a) Se relaciona con la forma en que habitualmente se observa que se suelen enfrentar o resolver todos los problemas, a través de la violencia, de la anulación o la destrucción de una de las partes y no con una solución justa y mutuamente satisfactoria; b) Se sabe que enfrentar un conflicto significa quemar energías y tiempo; c) Muchas personas sienten que no han sido educadas para enfrentar los conflictos de una manera positiva y que, por tanto, faltan herramientas y recursos;  y d) Se tiene una gran resistencia al cambio.

 

El conflicto, visto como algo humanamente positivo:

 

a) Se considera la diversidad y la diferencia como un valor. Vivimos en un solo mundo plural y en el que la diversidad desde la cooperación y la solidaridad, es una fuente de crecimiento y enriquecimiento mutuo. Convivir en esa diferencia conlleva el contraste y por tanto las divergencias, disputas, conflictos; b) Se considera al conflicto como la principal palanca de transformación social. Por ello, sólo a través de entrar en conflicto con las estructuras injustas y/o aquellas personas que las mantienen, la sociedad puede avanzar hacia modelos mejores; y c) Se considera al conflicto como una oportunidad para aprender. Resolver un conflicto por sí mismo, además de hacerles sentir más a gusto con el acuerdo, les dará más capacidades para resolver otros en el futuro (Cascón, 2005: 7).

 

Hay otra explicación del fenómeno de las actitudes personales o individuales ante el conflicto, y la hace Cadiz, quien apunta que este fenómeno se revela cuando, ante la presencia de un conflicto, se identifican diversas formas de enfoque y tratamiento con una dificultad más honda que la meramente descriptiva ante el problema.

 

La cuestión es compleja pero conviene destacar la importancia de la actividad perceptiva, en la génesis de la actitud, deteniéndonos al menos en tres factores clave, el primero de ellos es la selectividad, mediante la cual se entiende que todo ser humano vive sumergido en un mar de estímulos y tiende a seleccionar una porción limitada de ellos.

 

La proporción limitada de selección se basa en la fuente primordial sensorial, la fuente realiza agrupaciones de estímulos por similitud; de acuerdo a ello, se permite “saltar”, aquellos que tienen características iguales, pues ya no representan una novedad, y por lo mismo se le resta atención.

 

Esta selectividad va desarrollándose a través del proceso de socialización y es influida por la cultura, las experiencias, el medio, las condiciones genéticas y las ideas adquiridas. La consecuencia resultante, en cuanto a su efecto en las relaciones sociales, se evidencia en la disparidad de reacciones que un mismo impacto o suceso produce en los individuos, ello porque cada situación ha sido individualizada atendiendo a la experiencia, al conocimiento, a la personalidad, y a la capacidad de selección de cada ser.

 

El segundo factor es la sensibilidad, mediante ella los individuos reaccionan al estímulo en función de las expectativas propias. El proceso perceptivo se acentúa según de exclusiva es la actitud ante la estimulación producida.

 

El tercer y último factor es la distorsión, en donde todo es según el color del cristal con que se mira. Percibimos el mundo a través de lo que nos dicta la experiencia propia y, por tanto, tendemos a modificar los contenidos de un estímulo en el sentido que nos indica nuestra actitud pre-perceptiva.

 

Como se ha visto hasta aquí, hay un sinfín de posturas que pretenden explicar el conflicto desde sus diversas conceptualizaciones, las macro y micro sociológicas, las socio-psicológicas, la meramente sociológica, los modelos de gestión, el aspecto histórico, el semanticista y el que habla del fenómeno de las actitudes; sin embargo, abordaremos ahora, la existencia del conflicto desde una perspectiva jurídica. Y es que las estructuras mentales, los estilos de pensamiento y los estereotipos que se han desarrollado desde la infancia, y que se acentúan con el tiempo hasta hacerse heredables, actúan sobre cada uno de nosotros y nos impide ver la problemática de los conflictos no reglados por el derecho, tornando en insensible una realidad en la que se suele estar en conflicto con otra persona, aún sin saberlo (Entelman, 2002: 54).

 

En la mirada jurídica, existen dos fenómenos centrales en la naturaleza del conflicto, el primero tiene que ver con la existencia de conflictos entre pretensiones antagónicas e incompatibles, en aquellas situaciones en que el derecho declara permitidas a ambas. El segundo está vinculado con el carácter violento del método judicial y la necesidad de reducir su uso a una medida indispensable mediante la utilización de nuevas técnicas, producto de los nuevos descubrimientos sobre el fenómeno del conflicto.

 

 

Pretensiones                                  Carácter violento

antagónicas                                       del derecho

Sentimiento de Injusticia

Vs.

Justicia Restaurativa

Pretensiones                                           Nuevos

antagónicas                                           Procesos

Sentimiento de Justicia

 

 

 

Sin embargo, nuestro sistema jurídico polariza las condiciones en que pudiera solucionarse el conflicto, y clasifica las conductas en “prohibidas” y “permitidas”. Así, cuando en una relación social se enfrentan dos pretensiones incompatibles, inmediatamente la pregunta que surge es ¿quien tiene la razón para el Derecho? pues los conflictuantes pueden pretender libre (no ser prohibida su pretensión) y antagónicamente (Entelman, 2002: 54).

 

Si esto es así, se asume con mayor facilidad la noción de la violencia en el sistema judicial. Y la violencia también de los conflictuantes que se sienten amparados por el derecho, pues si en un mismo conflicto, ambas partes tienen razón para el Derecho, el problema parece mayúsculo.

 

Puede decirse, que el conflicto brinda la oportunidad de manejar procesos de aprendizaje que reflejan experiencias positivas, en las cuales los actores de ese conflicto interactúan y promueven oportunidades para plantear viabilidades o alternativas frente a la diferencia.

 

De ahí que, la manera de alcanzar la paz a través del uso de la mediación para la  trasformación del conflicto, lleve implícita la idea de la justicia restaurativa.

 

Es inagotable el tema del conflicto, sin embargo, pretendemos que se comprenda que la existencia del mismo es algo natural o necesario para el ser humano y para la sociedad en la que se desenvuelve. Pero al mismo tiempo y pese a su naturalidad, es fundamental el aprendizaje que se obtenga por los conflictuantes durante la transformación de su situación actual a través del proceso mediatorio, mismo que le permitirá gozar del presente, así como prever y prevenir el futuro,  ello en pro de la paz (individual y colectiva).

 

El reto de ahora es cómo aprender a enfrentar y resolver los conflictos de manera constructiva, “no violenta”. Ese es nuestro desafío.

 

Ahora bien, delimitando nuestra investigación específicamente al nuevo sistema de justicia penal, señalaremos que a partir del año 1990, la mayor parte de los países latinoamericanos han desarrollado intensos procesos de reforma de sus sistemas de justicia penal (Riego y Vargas, 2008); conllevando a una bipolaridad en el tipo de sistema de proceso penal adoptado en los países de la región; la cual, en términos de Fernando Tocora (2005), está compuesta, o bien, en mantener un sistema de corte inquisitivo, o bien adoptar un modelo acusatorio.

 

Sin embargo, es necesario elaborar un fundamento teórico-socio-normativo que justifique la implementación del sistema acusatorio en los países latinoamericanos, el cual escape de las meras razones prácticas que usualmente se mencionan. Para ello, es menester analizar los tipos de sistemas procesales adoptados en la experiencia latina, y revisar los modelos de fundamentación existentes en el proceso de reforma, a fin de puntualizar la más adecuada para implementarla en México (Pastrana y Benavente, 2009a).

 

En principio, hablar de la reforma en México implica distinguir, por un lado, una reforma estructural (del Estado), y por otro lado, una reforma tendiente a la implementación de nuevos diseños institucionales.

 

Con relación al primer tipo de reforma, los procesos de reforma del Estado en México surgieron a finales de la década de los años sesenta a raíz del crecimiento desproporcionado que había tenido el Estado, la crisis fiscal y el crecimiento económico del neoliberalismo en América Latina. En la década de los años setenta, la reforma se orientó a restringir las tareas y funciones del Estado y la reducción de las estructuras burocráticas. Posteriormente, en la década de los años ochenta, la reforma se enfocó a la función regulativa del Estado en los mercados, se abrieron las fronteras al libre comercio y bajaron las barreras arancelarias. En la década de los noventas, los procesos de reforma se ocuparon de modificar parte de las reformas de la década anterior con resultados desastrosos.

 

Con relación al segundo tipo de reforma, hoy en día, una vez que se han dejado atrás, por lo menos en la mayor parte de América Latina, la etapa de reforma estructural, a principios del Siglo XXI, las tareas parecen concentrarse en la búsqueda de nuevos diseños institucionales. Concibiéndose que, y por eso la razón de la reforma de la Constitución Federal en Junio de 2008, la renovación de los diseños institucionales es solamente una parte de la política de cambio constitucional profundo. Las reformas judiciales de 1994 y 1996 pretendieron que el proceso de cambio político y económico tuviera por objetivo la consolidación de las instituciones a través del derecho. Todos los cambios tendieron a conferir más poder y autoridad a los tribunales federales en general y a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en particular.

 

El 2 de enero del 2006, se reformó tímidamente, el Código de Procedimientos Penales del Estado de México, para incorporar, en el Título “Séptimo Bis”, el juicio predominantemente oral y el procedimiento abreviado, cuya vigencia será muy breve, pues a raíz de la nueva reforma, publicada el 9 de febrero del 2009, todos los procesos penales serán orales.

 

Asimismo, el 15 de Junio y el 08 de Septiembre de 2006, se publicaron, tanto en los Estados de Chihuahua y Oaxaca, respectivamente, un nuevo Código Procesal Penal, en el cual, el proceso penal de cada uno se estructura sobre la base de los principios de oralidad, publicidad, igualdad, inmediación, contradicción, continuidad y concentración; regulándose una etapa de juicio oral conforme a la reforma que se está experimentando en Latinoamérica.

 

Estos significativos avances, fueron eclipsados ante la oscuridad de la anticonstitucionalidad (a excepción de la última reforma al Código de Procedimientos Penales del Estado de México), dado que, se discutía si era constitucionalmente viable un cambio en la estructura del proceso penal, así como la adopción de un sistema procesal acusatorio en las entidades federativas, sin antes haberse reformado la Constitución Federal.

 

Frente a ello, y a fin de zanjarse esta discusión, el 18 de Junio de 2008 se da una reforma a la Constitución Federal, en donde, en el artículo 20 constitucional se menciona que el proceso penal será acusatorio y oral, rigiéndose a través de los principios de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación. Asimismo, en el decreto de reforma constitucional, en su segunda disposición transitoria, indica que el sistema acusatorio entrará en vigor cuando lo establezca la legislación secundaria correspondiente, sin exceder el plazo de ocho años, contado a partir del día siguiente de la publicación del citado decreto. Además, acota que la Federación, los Estados y el Distrito Federal, en el ámbito de sus respectivas competencias, deberán expedir y poner en vigor las modificaciones u ordenamientos legales que sean necesarios a fin de incorporar el sistema procesal penal acusatorio, en la modalidad que determinen, sea regional o por tipo de delito. Y en la tercera disposición transitoria dispone que en las entidades federativas que ya hubieren incorporado el sistema acusatorio en sus ordenamientos legales vigentes, sus actuaciones procesales siguen siendo plenamente válidas, independientemente de la fecha en que éstos entraron en vigor. Ello es una clara referencia a los ordenamientos adjetivos de Nuevo León, Estado de México, Chihuahua y Oaxaca a que se ha hecho referencia. Finalmente, en la octava disposición transitoria se precisa que el diseño de las reformas legales también debe incluir los cambios organizacionales, la construcción y operación de la infraestructura, y la capacitación necesarias para Jueces, Agentes del Ministerio Público, policías, defensores, peritos y abogados; por lo que, México se está orientando hacia una reforma de segunda generación, dejando de lado, aquella política de tapar huecos que implicaban reformas (1994 y 1996) y contrarreformas (1999) parciales sin desatar el nudo gregoriano que aqueja a la justicia penal mexicana.

 

Uno de los rasgos principales de la reforma del 18 de junio del 2008, radica precisamente en  tenemos (Benavente, H. y Benavente, S., 2005):

 

  • Postula la presencia de mecanismos de solución al conflicto jurídico – penal, como por ejemplo las negociaciones y las conformidades, y de esta forma se gana en economía procesal, dado que, los profesionales se benefician con la disminución de las exigencias técnicas y de la complejidad del trabajo. Los abogados pueden eludir riesgos de fracaso ‑ con la repercusión correspondiente en sus honorarios ‑ y los Jueces tendrían «mejores posibilidades de ascenso, dado el aumento de cifras de sus Sentencias y la disminución de la cuota de suspensión de juicios». Piénsese, además, en lo gratificante que resulta eludir por esa vía la resolución real de aquellos asuntos en los que a las dificultades probatorias se une la indefinición de los tipos penales (delitos económicos, contra el medio ambiente).

 

Pero, por otro lado, ante la crisis del paradigma ya comentado, surge uno nuevo, el cual parte del supuesto de que el problema no consiste en restar legitimidad al Estado de utilizar al proceso penal como marco de imposición de la sanción, sino que el peligro está en considerarla como la única finalidad, o simplemente la más importante; y ello, lamentablemente se ha dado en nuestra praxis procesal, centrada en el cumplimiento estricto de la ley penal, olvidándose que en el proceso penal, junto al conflicto entre la sociedad afectada por el delito y el responsable de los hechos, que efectivamente dispensa una consideración pública a la persecución penal, hay otro conflicto el que se entabla entre la víctima (el ofendido) y el autor del daño (Pastrana y Benavente, 2009b).

 

Este último conflicto, en palabras de Moreno Catena (2005), es el que debe dar respuesta el sistema penal y el proceso penal, no puede ser olvidado, sino que ha de ocupar un puesto principal en las inquietudes de los juristas, por encima incluso de la prevención general, porque el proceso penal no puede desamparar a ninguno de los que están  o deben estar en él, salvo que convirtamos al Derecho en un puro ropaje formal.

 

Esta, digamos, segunda finalidad del proceso penal: la solución del conflicto jurídico – penal, parte de la premisa que el delito, como todo problema jurídico, genera un conflicto de intereses, en donde las partes (los interesados) son llamados a tener un rol protagónico y activo en el proceso penal y el Juez cumple funciones de control o garantía, así como, de juzgamiento.

 

El cambio de paradigma al acusatorio con tendencia adversarial implica el ver al delito como un conflicto de intereses;  en efecto, al hablar de delito debemos de pensar que detrás de ello hay una víctima y un responsable; y ambos, persiguen intereses que esperan ser amparados por la justicia penal. En palabras de Schünemann (2005), no se trata de una mera oposición contraria al hecho, sino una oposición de intereses directa y sin restricciones jurídicas.

 

Así, la víctima tiene los siguientes intereses: a) que se imponga una sanción al responsable del delito (pretensión punitiva o de sanción), la cual, será llevada por el Ministerio Público al órgano jurisdiccional a través del proceso penal, al afectar también el delito intereses públicos o sociales); y b) que se reparen los daños y perjuicios que ha sufrido (pretensión resarcitoria o de reparación), que la puede sustentar directamente en el proceso penal si se constituye en coadyuvante del Ministerio Público). Por su lado, el presunto responsable tiene como interés: la declaratoria de su inocencia de los cargos que se le han formulado en su contra (pretensión de absolución), o al menos, recibir una sanción atenuada (pretensión de sanción atenuada).

 

En ese sentido, se puede decir que el proceso penal es el medio por el cual se ventilará el conflicto generado por el delito, buscando hallar una solución en función a los intereses postulados, argumentados y probados. Ahora bien, en un conflicto de intereses, son, valga la redundancia, los interesados los llamados a desarrollar un rol protagónico; es decir, las partes deben de construir, argumentar y fundamentar sus intereses, expectativas o pretensiones, según un proceso mediatorio judicial o extrajudicial.  Este nuevo paradigma es un hecho en los sistemas de justicia penal latinoamericanos más recientes.

 

Por tal razón, no es válida la finalidad que López Barja (2004) imputa al proceso penal, esto es, como el sistema utilizado para realizar el ius puniendi, porque ello denotaría que el delito solamente genera una relación entre el individuo del Estado, sin tomar en cuenta que en el proceso penal intervienen otros sujetos, como son el Ministerio Público, el Mediador y la víctima, que no intervienen a nombre del Estado, sino que sus expectativas tienen como titulares a la sociedad y al propio ofendido, respectivamente.

 

La intervención de tales sujetos procesales denota que, por la comisión de un delito se ha generado una relación de conflicto (Creus, 1998), es decir, un conjunto de expectativas contrapuestas, por un lado, entre el responsable del delito con la sociedad (representado por el Ministerio Público), y por otro lado, entre el responsable del ilícito penal con la víctima u ofendido; contraposición que espera una solución, ya sea consensuada, o bien, heterocompuesta a través de un fallo por parte del Juez.

 

Ahora bien, esta relación de conflicto requiere la estructuración de un sistema procesal que permita su discusión y solución. Tal sistema debe presentar las siguientes características:

 

  • Que el sistema procesal permita la estructuración de un proceso que de paso a la discusión de la solución de un “conflicto” generado por la comisión de un ilícito penal. Por esa razón, tanto las partes como el juzgador tienen rol protagónico. Las partes, porque construyen, argumentan y buscan dar credibilidad a sus intereses, per se, contradictorios. El Juez al emitir fallo condensa tales intereses, luego que las posiciones han sido contendidas – en el marco del juicio oral – en su decisión final que, valorando los actos de las partes, manifiesta un acto de autoridad.

 

  • Que el sistema procesal permita la realización de un conjunto de actos procesales, determinadas por disposiciones que reglamentan su ejercicio. Estas disposiciones son las denominadas normas de procedimiento.

 

  • Que el sistema procesal no excluya la función jurisdiccional del Estado, dado que, la actividad judicial, aún cuando esté realizada por algunos sujetos que no tienen función jurisdiccional, las partes, por ejemplo, importa un ejercicio público trascendente, tal vez el más importante que realice el Estado: impartir justicia.

 

  • Que el sistema procesal permita la solución del conflicto a través de una manera consensuada, o bien, a través del fallo judicial, dada como conclusión a la actividad dialéctica realizada por las partes.

 

  • Que el sistema procesal denote, una actividad procesal dialéctica. El concepto dialéctico a que se ha hecho alusión indica la presencia de intereses contradictorios de las partes, los cuales, constituyen el elemento central y distintivo del proceso judicial (civil, laboral, penal); donde todos, de una manera u otra, han coadyuvado para que se logren dos fines a través del proceso, uno privado: que se ponga fin al conflicto de intereses, y otro público: que se postule una sociedad con paz social en justicia.

 

La finalidad procesal de resolver el conflicto, aunado con las características señaladas ut supra, dotan de fundamento y contenido al denominado sistema acusatorio con tendencia adversarial (Ibañez, 2003).

 

Este sistema, además de replantear de modo protagónico la presencia del Ministerio Público en el proceso, destaca la tarea del Juez penal, asignándole exclusivamente la facultad del fallo, dejando la labor de investigación en manos del Ministerio Público, el que, asistido por la Policía, deberá realizar las diligencias pertinentes a fin de cumplir con el objeto de la investigación (Gómez, 1997). Asimismo, bajo la premisa que frente el delito el Estado, en ejercicio de su ius puniendi, debía establecer el marco legal de sanción, así como, los aparatos de persecución, imposición y ejecución de sanciones, se determinó que el Juez tenga todas las facultades para el logro de tales cometidos. Por tal razón, al Juez penal se le dotó de facultades de investigación, actividad probatoria y de fallo. Sin embargo, el centrar la dinámica de todos los casos penales en lo que puede hacer el Juez ha originado una serie de disfuncionalidades: a) lentitud en la resolución de los procesos penales; b) instrucciones deficientes; c) insuficiente argumentación en los fallos; y otros muchos, que han hecho caer en un estado de crisis al actual sistema procesal penal escrito y mixto (inquisitivo – acusatorio).
Sin embargo, el cambio de paradigma al acusatorio con tendencia adversarial implica el ver al delito como un conflicto de intereses (y por ende acuñar una segunda finalidad al proceso penal, esto es, que además de permitir la realización del ius puniendi, debe procurar ser un marco de solución consensuada o heterocompuesta al conflicto generado por el delito). En efecto, al hablar de delito debemos de pensar que detrás de ello hay una víctima y un responsable; y ambos, persiguen intereses que esperan ser amparados por la justicia penal.
No obstante, la actividad y dinamismo que impregnen las partes en el proceso penal debe canalizarse en las imputaciones o cargos que el Ministerio Público formule en su acusación, caso contrario, el proceso penal caería en un desorden procesal en donde cada parte apuntaría a diferentes blancos. La necesidad de la acusación ministerial es tal, que sin ella no habría la necesidad de continuar con un proceso penal. Esta es la exigencia que trae el acusatorio y, que a su vez, exige que el Ministerio Público sea el director de las investigaciones, por la sencilla razón que investigar y acusar son las dos caras de la misma moneda: Se investiga para saber si se acusará, y se acusa de lo que se ha investigado.

 

Por otro lado, el dotar de esa importancia al Ministerio Público no significa el minimizar la labor de la defensa, al contrario, en aras de la igualdad procesal (o de armas) los medios de investigación y de probanza que la ley flanquea al Ministerio Público lo debe también ejercer la defensa. Ambos deben tener los mismos derechos procesales para alcanzar las fuentes de información, procesarla, analizarla e integrarla en interés a su teoría del caso que presentarán ante el órgano jurisdiccional. Para ello, ambas partes deben entender que son adversarios, contrincantes, rivales, en el proceso penal, y que deben desplegar su mayor esfuerzo en aras de sus intereses procesales. Si esto así ocurre, el debate que se dará en el juicio oral estará enriquecido de contenido e información que facilitará una adecuada decisión por parte del juzgador. Otra visión mucho más amplia y compleja, es la que se plantea con la mirada a los medios alternos de solución de conflicto, materia de esta investigación.

 

8. Justificación

 

La Teoría del Conflicto como marco justificatorio del proceso penal acusatorio con tendencia adversarial.

 

En un primer sentido, o desde una perspectiva formal, el proceso penal ha sido definido en función a los actos procedimentales que regula. Así, para Florián (1933), es el conjunto de actos mediante los cuales se provee a los órganos fijados y preestablecidos en la ley, y previa observancia de determinadas formas, la aplicación de la ley penal en los casos singulares concretos. Vélez Mariconde (1942), define el proceso penal como el conjunto o una serie gradual y progresiva de actos disciplinados en abstracto por el Derecho procesal y cumplido por órganos públicos predispuestos o por particulares obligados o autorizados a intervenir, mediante el cual se procura el esclarecimiento de la verdad para aplicar en concreto la ley penal.

 

En un segundo sentido o desde una perspectiva material, conceptúan al proceso penal en función al objetivo que persigue. Es decir, se define al proceso penal como el instrumento con que cuenta el órgano jurisdiccional para cumplir con su objetivo, cual es la determinación de la verdad concreta de un hecho delictuoso incriminado. En ese sentido, Moreno Aroca (1977), afirma que el proceso no es sino el instrumento por medio del que actúa el órgano dotado de potestad jurisdiccional; es decir, es el único instrumento para el ejercicio de tal potestad, la cual no se realiza fuera del proceso (la jurisdicción sólo actúa por medio del proceso), así como, es el único instrumento puesto a disposición de las partes para impetrar de los tribunales la tutela judicial de sus derechos e intereses legítimos.

 

En un tercer sentido, y aplicando los postulados de la Teoría del conflicto (Baratta, 2004), el proceso penal, y en concreto aquel de corte acusatorio con tendencia adversarial, es el marco de discusión de un doble conflicto suscitado por la comisión de un ilícito penal; por un lado, el conflicto entre la sociedad afectada por el delito y el responsable de los hechos, que efectivamente dispensa una consideración pública a la persecución penal; y por otro lado, el conflicto que se entabla entre la víctima (el ofendido) y el autor del daño. Este último conflicto, en palabras de Moreno Catena (2005), es el que debe dar respuesta el sistema penal y el proceso penal, no puede ser olvidado, sino que ha de ocupar un puesto principal en las inquietudes de los juristas, por encima incluso de la prevención general, porque el proceso penal no puede desamparar a ninguno de los que están  o deben estar en él, salvo que convirtamos al Derecho en un puro ropaje formal.

 

De toda esta gama de posturas, se debe tomar posición. Al respecto, no son compatibles aquellas definiciones que reducen al proceso penal como una serie de actos procedimentales o solemnes, a fin que el Juez sancione al responsable de un delito; se considera que estas posturas sólo toman en cuenta el aspecto externo o formal del proceso penal, cayéndose en una doctrina procedimentalista, la cual, ya está desfasada.

 

Por otro lado, tampoco son convenientes aquellos conceptos que ven al proceso penal como el instrumento que tiene el Juez para la búsqueda de la verdad, porque parte de aquella corriente que afirma que el Estado ejerce y asume el monopolio del desempeño de la “violencia legítima”, a través del Poder Judicial (García-Pablos, 2000), lo cual ha conllevado el empleo del proceso penal como herramienta para su finalidad sancionadora. En efecto, el monopolio del Estado, usualmente ha sido vinculado con el derecho a establecer normas penales (poder político penal); sin embargo, el mismo, también se manifiesta en la potestad estatal a exigir el cumplimiento de las mismas; y esta pretensión punitiva, según la doctrina, es de naturaleza procesal y no sustantiva (Rodríguez y Serrano, 1995 y Polaino, 2001). Por ende, el Estado, como titular del ius puniendi, (Villavicencio, 2006) tiene como tareas, criminalizar conductas, establecer sanciones y lograr la imposición del castigo en el caso concreto. Siendo la pregunta, cuál es el marco que el Estado utilizará para una razonable aplicación de su función sancionadora. Al respecto, el marco debe ser la de un proceso penal que presente a un Juez dotado de las más importantes funciones procesales, así como, un esquema procedimental que le permita desarrollar adecuadamente sus funciones, en detrimento de la actividad procesal que los demás sujetos puedan realizar. Sin embargo, todo ello denota un proceso penal como único protagonista al Juez, responsable de buscar la verdad histórica, incompatible con las limitaciones cognitivas humanas que nos hacen recordar posiciones metafísicas de súper hombres, capaces de hacerlo todo y con suma perfección.

 

Por el contrario, es conveniente adherirse a aquella posición que, aplicando la Teoría del conflicto, definen al proceso penal (el acusatorio con tendencia adversarial) como el marco, por el cual, no solamente se legitima la sanción estatal, sino que, funge como ámbito de discusión y solución de un conflicto de intereses surgido a consecuencia de la comisión de un delito entre las partes, cuyo rol protagónico es el equivalente al de adversarios procesales, con las mismas herramientas y estrategias que permitan que sus expectativas sean acogidas por el órgano jurisdiccional (Pastrana y Benavente, 2009b).

 

Ello implica el ver al delito como un conflicto de intereses; en efecto, al hablar de delito debemos de pensar que detrás de ello hay una víctima y un responsable; y ambos, persiguen intereses que esperan ser amparados por la justicia penal. En palabras de Schünemann (2005), no se trata de una mera oposición contraria al hecho, sino una oposición de intereses directa y sin restricciones jurídicas.

 

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[1] Cfr. HELLER Agnes. Cada hombre es hijo de su tiempo. No se puede saltar sobre la modernidad. Y la modernidad no quedó detrás nuestro, sino que nosotros somos la modernidad, esto implica la necesidad de trabajar “individualmente” sobre tres cuestiones: la técnica, donde entran ciencia y tecnología; la democracia y el “sistema de distribución” (mercado). No existe una conciencia colectiva. La elección es siempre individual. Y no hay elecciones colectivas, porque si son colectivas suponen que hay un consenso, cuando no lo hay. Ahora sabemos que no hay sujeto colectivo, que todo sujeto es individual, se trata de construir desde ahí. “Un sujeto individual, hace elecciones constantemente en su vida cotidiana”.Ver. Entrevista a Agnes Heller ‘’El capitalismo nunca existió’’ Autor: Diario El Tribuno de Argentina, fecha de publicación: Julio 23, 2007 por Revista Per Se.  Disponible en http://www.filosofia.com.mx/index.php?/perse/archivos/el_capitalismo_nunca_existio/  fecha de consulta 16 de diciembre del 2009

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